Victoria se encontraba en el malecón de Vitoria—Gasteiz a unos pasos del rompeolas aquel día de año nuevo gris. Llevaba un vestido negro sin mangas y de escote “palabra de honor” ajustado al cuerpo pero de corte elegante.
Llevaba en la mano derecha los zapatos de tacón “stilletto” que, al igual que el vestido, hacen juego con su cabello largo y ensortijado y sus ojos azabache. Ojos que llevaban llorando desde que, al compás de las doce campanadas, descubrió que su prometido llevaba una doble vida.
Iñaki, su prometido desde hace apenas un año, se había comprometido apenas unas horas antes con una joven rubia despampanante llamada Irina. Motivo por el que, hacia el amanecer, estuvo a punto de lanzar su anillo de compromiso al mar.
De pronto, la fina lluvia la hizo despejarse y entrar en razón y, finalmente, no lo hizo.
Gracias a la lluvia recordó que era abogada. Recordó que, por sus facciones, la tal Irina tenía, muy seguramente, no más de 17.
Recordó que, aún en año nuevo, siempre había juzgados de guardia. Recordó que tenía un amigo juez que estaba de guardia este año y que le debía un par de favores.
Tenía dos alternativas. La primera, dejar que Iñaki siguiera adelante con sus planes y acusarlo de bigamia, la dejaba en espera. La segunda, ir al juzgado de su amigo juez y acusarlo de pederastia, podía hacer que las cosas se “aligeraran” un poco. Pero resulta que Victoria siempre fue una mujer impaciente.
Un año después quien estaba en ese mismo malecón era un joven pelirrojo vestido con vaqueros y camisa medio desabotonada y medio mal arremetida por dentro de los pantalones.
Era Iñaki y en su cara se reflejaban los efectos del año que se fue hace apenas unas horas. A diferencia de su exprometida Victoria, él sí dio esos pocos pasos que lo separaban del rompiente. Él sí dio el salto hacia un mar que estaba tan picado o más que el año pasado.
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